Yo llevé los granos de café
y tu unos dedos finos y afilados
para molerlo.
El agua hirvió sola en
una fuente de aluminio.
Tus labios se hundieron
en el líquido negro y ardiente
más buscando que bebiendo.
Dijiste:
No hay iguanas al fondo
ni posos con forma de herradura.
Sólo un interrogante
dibujado en la mesa con carmín.
Yo contesté:
Sólo hay animales absurdos
que se niegan a existir.
Pájaros gordos y sin ganas
de volar o nadar.
Pero había más cosas en un metro
que en el resto del planeta.
No eran paredes sino magnetismo
fronterizo que, en vez de expulsar,
atraía sin resistencia.
Seguiste hablando:
El tiempo corre si tu
quieres que lo haga.
Hasta ese punto llega la relatividad.
Yo asentí confundido
sin saber si el tiempo era
todo o nada,
o, en cualquier caso,
dónde estaba el reloj.
Aún así queriendo detenerlo
para mirarte un poco más.
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