lunes, 15 de agosto de 2011

El café, negro como una noche sin luna.




Jack el Tuerto se pasea por tus sueños de terciopelo y baldosas de ajedrez. Se desliza entre las costuras que hilvanan la incoherencia y teje una línea de absurdo denso y viscoso. Jack te ve dormir con su ojo de diamante y atraviesa tus párpados cerrados.

Huele a madera de abeto recién cortado.

Camina con las manos y se enreda en el dosel de la cama, espiando las pesadillas y recreándose en los sueños oscuros e impíos. Visitando los territorios íntimos, desconocidos y escondidos que sólo se atreven a caminar entre niebla onírica.

Jack almuerza fantasías turbias y prohibidas y sabe escarbar para encontrarlas.

Satén, seda, piel y sal.

Lo sabe todo y no se impresiona por nada, pero todavía saliva ante algunos jugosos subconscientes.

Bosque, café negro y esperanzas granates.

Duerme con un ojo abierto, porque el de Jack está fijo en tí.

jueves, 11 de agosto de 2011

Otra pincelada de letras





John La Farge

El verano pasado no fue en Marienbad, fue en los Hampton.

Y fue el mejor.

Antes de la Gran Guerra, antes de todo. Antes de tener que recoger tempestades.

Después de lo mejor no queda nada.

Viajamos en tren hasta la casa de la costa. Vivimos el atlántico desde la playa de arena blanca y sedosa. Entendimos que las consecuencias sólo sirven para quién entiende la importancia de las causas. Encendimos un fuego en las rocas y comimos pollo.

Los tres disfrutamos de todo lo que se pueda disfrutar, ajenos a las miradas obtusas de los pocos paseantes marchitos de la zona.

Nos desprendimos de los números y las formas, ni uno ni dos ni tres. Bebimos vino europeo, refrescado por el agua del mar e intentamos pescar sin cebo.

Abrimos todas las cortinas de la enorme mansión. Dejamos que el sol entrase por un lado y saliese por el otro. Nos acogimos al latido del rio que fluye inevitablemente pese a las piedras y los troncos.

Nos permitimos estar morenos y dorados, brillar por dentro y por fuera. Remamos, jugamos, saltamos y corrimos.

No leimos un sólo periódico.

Desayunamos zumo, tostadas y mermeladas de colores sobre manteles blancos de hilo.

Dejamos que el césped recién segado nos cortase entre los dedos de los pies.

Inventamos juegos que no podrían ser vendidos en una caja, ni repetidos en voz alta. Bebimos de la misma copa y bebimos sin copa.

Compartimos cuerpo, cuerpos, y mentes.

Fue un verano Be Bop, de tocadiscos y libros de aventuras. Hubo faldas con vuelo y shorts. Paseos y atardeceres buscando Europa al otro lado. No mirábamos el continente que se escondía a nuestra espalda.

Fue nuestro verano.

Con su larga y oscura sombra. Sin paréntesis.

Un verano de sembrar tormentas.


jueves, 4 de agosto de 2011

Gothic




Las mañanas de los domingos están dedicadas al culto.

Los Spender rezan, saludan a los vecinos y participan en las actividades locales. Jeffrey es además el presidente de la cooperativa ganadera. A veces, después de misa, los feligreses almuerzan en el campo detrás de la iglesia. Cada hogar aporta lo que puede. Los pudientes llevan carne y embutidos, otros llevan pan casero y patatas hervidas. En la mesa desaparece cualquier distinción, al menos en apariencia.

Monica ayuda al resto de mujeres a colocar la mesa. Juntas, cosen y remiendan una mantelería comunitaria que cubre las mesas de un blanco manchado de retales. El césped se siega al amanecer y parece una alfombra brillante y mullida.

Los niños juegan bajo la sombra de un sauce, mientras las madres observan por el rabillo del ojo. Tratan de no hablar de niños delante de Mónica, pues es la única mujer del pueblo que no ha sido bendecida. Ella no se da cuenta de la delicadeza y símplemente pasa por alto el bullicio. Habría sido dificil explicar que los hijos son una opción y no una obligación. Su aspecto piadoso y contricto evita preguntas indiscretas.

Los Spender son un matrimonio modélico. Granjeros prósperos y ciudadanos respetables. El pueblo es pequeño y todo el mundo se conoce.

Durante la semana, la vida de la población es comunal. Los campos se aran en conjunto y los beneficios se reparten en función de la aportación. Las jornadas son tan extensas, que apenas existe el hogar. Sobre todo desde que la agricultura tecnológica amenaza seriamente sus cifras de producción. El pueblo permanece unido, y de la unión nace la supervivencia.

El cúlmen de la semana se encuentra en la misa de los domingos y las activiades posteriores. Cuando el sol se sitúa en lo alto, la mesa se recoge y cada familia vuelve a su casa. Los grupos se disgregan ramificándose por los senderos de tierra. Los Spender viven en la última casa de la calle principal y pasean sólos los últimos metros.

Cuando llegan a casa cierran todas las puertas con pestillo, aseguran bien las ventanas (construidas por el propio Jeffrey) que aislan el sonido, y descorren las cortinas de flores. También pasan las cortinas interiores de pesado terciopelo rojo. La casa se inunda de la crepitante penumbra de las velas.

Nadie molestará hasta el lunes, cuando salgan a trabajar como si nada.

Nadie se imagina lo que puede ocurrir en el hogar Spender los domingos por la tarde.

En el pueblo nadie tiene tanta imaginación.