miércoles, 17 de diciembre de 2008

La lista

Un día le dijeron que apuntara todo lo que hiciese durante un día en una lista.

Era sólo un juego.

Por la noche, cuando el reloj ya había dado las 12 y Pedro esperaba la llegada del sueño entre las seguras sábanas de su casa, leyó todo lo que había escrito. Tardó lo que dura un parpadeo porque no había escrito nada. Había desayunado, trabajado, comido, trabajado, cenado y visto la televisión. Ninguna de aquellas cosas parecía merecer ser escrita. Después pensó en escribir todo lo que había hecho durante la semana. De lunes a viernes no había variación. El viernes y el sábado había salido de copas, pero llevaba haciendo lo mismo años, y por mucho que bebiese y tratase de pasárselo bien, no parecía más que una evasión, y ni siquiera una evasión original. Así que de esos días no apuntó nada. Intentó volverse más detallista y anotar sucesos que hubiese pasado por alto. Libros leídos, ideas estimulantes, cualquier cosa que pudiese llenar al menos una línea.

Nada nuevo bajo el sol.

Le preguntaron por la lista, y no contestó nada. Pero la semilla había germinado. Aquella tarde decidió ir a dar un paseo. Algo que no le ocupara tiempo, pero que al menos le proporcionase algo que dejar en el terrible papel que permanecía en blanco. Por el camino encontró una exposición de pintura y entró sólo por anotarse un punto extra con el que ni siquiera contaba. No entendió ni uno sólo de aquellos cuadros en los que sólo veía triángulos, pero terminó llevándose uno pequeño, el más barato a casa, como prueba de su iniciativa artística. El día siguiente cenó en un restaurante japonés. Por primera vez probó el shushi. Un par de días probó a cocinar algo nuevo en casa, esta vez comida marroquí, además se pasó la tarde buscando tiendas especializadas en productos culinarios. Otro día decidió matricularse en un gimnasio para mejorar un poco de forma.

Su lista empezó a llenarse de cosas emocionantes y novedosas. Hizo puenting, viajó, leyó, fue al teatro, conoció gente nueva e interesante, y poco a poco se fue quedando sin hojas donde apuntar. El trabajo se convirtió en un elemento necesario para financiar todos sus nuevos intereses.

Le volvieron a preguntar por su lista.

Contestó que no tenía tiempo para andar con listas.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Un cronómetro entre ceja y ceja

Esta es la historia de un reino perdido.

Como tantos otros.

Como en todos los reinos perdidos (o no) hubo un rey, como en la gran mayoría hubo también un príncipe. Únicamente en los reinos más prósperos contaban con una hechicera en la corte. Este era un reino afortunado, con rey, hechicera y príncipe. Y no sólo eso, el príncipe estaba enamorado de la mayor belleza de los alrededores, con sus hombros perfectamente redondeados y su sonrisa eterna; con las manos más delicadas y suaves de todo el reino.

Si esto no fuera suficiente, el príncipe era a su vez correspondido.

Así el sol de la felicidad parecía brillar incluso en las noches más oscuras del reino.

Los reinos ancestrales ya se sostenían en una férrea burocracia que mantenía tanto al rey como al príncipe ocupados hasta largas horas de la noche firmando indultos, sentencias, actas de impuestos. De vez en cuando incluso firmaban la paz y la guerra.

Los trámites y misiones diplomáticas mantenían eternamente alejado al príncipe de su amada, lo que terminó por sumir a ambos en una lenta, triste y eterna espera. Disfrutaban los instantes juntos de una manera que no puede ser referida en un simple e inocente cuento, pero tambien sufrían los periodos de espera de una forma innombrable.

Eran sin embargo afortunados e inteligentes, pues contaban con la inestimable ayuda de la hechicera, y la astucía necesaria como para encontrar una solución adecuada.

Mediante un complicado embrujo, la vieja mujer consiguió algo sin precedentes, controlar el paso del tiempo. Las noches se detenían para la pareja, que disfrutaba de su mutua compañía sin la amenaza de la salida del sol. Los largos periodos de batallas y reinado activo se solivantaban en minutos. El príncipe conseguía mantener una buena y eficiente gestión de su reino convirtiéndo las eternas jornadas en minutos. Como era además realmente feliz, su trabajo era cada día mejor. Además cuando se unía a su princesa, el tiempo bajaba de ritmo pudiendo disfrutar de cada caricia y gesto con la pureza y calma que se merecían.

Bajo estas circunstancias ambos vivieron sus mejores días.

Pero en los cuentos de príncipes y princesas, la dicha jamás es eterna, ya sea por las crueles circunstancias o por inconsciente temeridad de los personajes.

La bruja estaba en secreto enamorada del príncipe, que aunque probablemente conocedor de sus sentimientos la trataba con desdén. Pese a lo que diga la historia las brujas y hechiceras solían ser buenas y fieles a los monarcas, sobre todos a los que no tenían como cruzada personal quemarlas en la hoguera. La mujer obviando sus propios sentimientos siguió proporcionando sus hechizos a la pareja, que terminó por volverse egoista y caprichosa.

Cada uno jugaba con el tiempo en su favor, y sin más consideración que su propio beneficio. El poder adquirido ya no era la forma de conservar un amor puro, sino la única manera posible de evitar el trabajo. Dispusieron de la eternidad para jugar con ella y la malgastaron. Seguían con sus largas noches de intimidad, pero a su vez empezaron a perder el tiempo sin más objetivo que holgazanear.

La bruja, más que por celos, corroida por ver como desperdiciaban un poder tan grande montó en cólera. Ella amaba al príncipe, y de haber compartido con él la eternidad, habría aprovechado cada instante detenido en conocerle y disfrutar de su compañía y amor. La princesa le era igualmente simpática. En realidad con su caracter sencillo y afable era simpática para propios y extraños.

No quería castigarles, por motivos obvios relacionados con las represalias monárquicas, y porque aunque fuera bruja era enormemente sensible al amor.

Tras meditar la solución, que pasaba obligatoriamente por retirarles el don del control de tiempo, llegó a una conclusión que constituía más una lección que un castigo.

Ambos serían conscientes del paso del tiempo, tanto estando juntos como separados. Sabrían en todo momento, como si tuvieran siempre un reloj delante. Verían como el tiempo pasa como un rayo estando unidos, y como las horas se alargaban cansinas cuando se encontraran separados.

El castigo no parecía tal, pues todos conocemos como transcurre el tiempo.

Saberlo siempre, estar constantemente relacionando la vida con el tiempo, ser consciente de que un minuto no siempre dura lo mismo, es algo a lo que no estamos acostumbrados.

Los príncipes, ahora marcados constantemente por el tiempo restante para encontrarse, y amotinanos frente al que les quedara juntos, aprendieron por fin la lección.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Alf no quiere pollo

Lo sacaron a patadas.

Bueno, no exactamente a patadas, pero sí amablemente escoltado por los camareros que le siguieron con la mirada hasta desaparecer al final de la calle. Cómo si fuese un ladrón o un violento que hubiese formado un altercado en el restaurante. Y eso que únicamente se había dirigido con cortesía al maître.

En un restaurante con tres estrellas en la Guía Michelin y una mención especial en Zagat uno no espera ese tipo de atención violenta. Claro que no. En la página web se puede leer bien claro que ofrecen la carta más extensa, y su cocinero es capaz de cocinar con soltura cualquier plato que se encargase.

Así que Alf había reunido todos sus ahorros y tenía reserva desde hacía seis meses. Lo llevaba deseando desde su llegada a la tierra. El plato que recordaba con más placer, el que su madre preparaba el día de su cumpleaños. Su paladar lo rememoraba a menudo las tardes en que se veía obligado a agazaparse bajo el mostrador de la cocina de casa.

Lo encargó amablemente, por el pequeño espacio que quedaba libre entre la gabardina, abotonada hasta arriba, y el sombrero, suficientemente calado como para disimular el hocico.

-Me gustaría tomar siamés en su salsa. Sobre un lecho de boniatos, si pudiera ser.

-Creo que no he entendido bien.

Alf, con la paciencia adquirida mediante el continuado trato con los humanos, repitió despacio su orden, aclarando incluso los detalles más confusos en la preparación del minino. Esperaba poder ayudar un poco al cocinero con su excelente experiencia extraterrestre.

Después vino el maître, seguido del dueño y el cocinero jefe, alarmados por el extraño encargo. Le dijeron que era imposible, más aún que era inmoral. El cocinero dijo que nunca cocinaría gato. ¡Dios, era un animal de compañía! El extraterrestre enseñó la publicidad, en la que claramente se leía: Cualquier manjar que se le ocurra.

En el cuerpo gerente claramente había un criterio en contra de cocinar animales domesticados. Alf no lo entendía, en Melmac era uno de los platos más populares. Los humanos comían cosas terribles, vísceras animales en las que se almacenaba la orina, grasas saturadas químicas que se atascaban en las arterias, y un sinfín de cosas que retorcían todos los estómagos de Alf. Y algo tan sano como el gato estaba vetado por un extraño tabú.

Le ofrecieron pollo o conejo como sustito, pero aquello no tenía sentido. Alf señaló esperanzado el papel publicitario esperando que entraran en razón. En aquel momento el cocinero ya había montado en cólera, tomándose el asunto como una ofensa personal. El dueño estaba enfadado porque el extraño y peludo personajillo parecía estar poniendo en entredicho la integridad de su cocina.

La concienzuda y terca paciencia extraterrestre fue incomprendida en la tierra. Más aún, los camareros terminaron expulsándolo para evitar que diese mala fama al local. No admitían clientes con encargos tan ajenos al orden moral. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Canibalismo?

Alf se fue, incomprendido, triste y algo ofendido.

Estaba lejos de su hogar, Melmac, y nadie, en un planeta tan grande y poblado se había preocupado jamás por comprenderlo.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Envúelvalo para regalo

-Por favor, déme uno modestito.

La dependienta miró en la base de datos, tecleó a toda velocidad y volvió fijamente la vista a la joven de gafas de pasta.

-Parece usted inteligente, ¿le gustaría uno con un buen nivel cultural? ¿Conversación interesante? Los tenemos en oferta, ¿sabe?
-No, de ninguna forma. Lo que quiero es uno lo más simple posible, que no me de trabajo ni me haga pensar, como una película de Spielberg. Algo comercial que pueda enseñar a las amigas.
-Son más baratos, y con lo que me pide es probable que se termine aburriendo.
-De verdad, hágame caso. Últimamente ando mal de autoestima y necesito algo muy concreto con lo que pueda sentirme superior y no me suponga reto intelectual.

El hilo musical sonaba desde algún punto indefinido y alguien silbaba tras la puerta del almacén siguiendo el ritmo. La clienta de gafas de pasta volvió a repasar el catálogo.

-Bueno, hecho. Tenemos aquí uno prácticamente vacío. Tiene usted suerte, son los más cotizados y casi nunca conseguimos mantener un stock decente. La construcción es casi perfecta, sólido, robusto y tan neutro que en cuanto quiera deshacerse de él no tendrá problema alguno en olvidarlo.
-Eso es genial, me alegro. Realmente lo necesito.
-Lo lamento.
-No se apure, también me estoy haciendo un tratamiento de reducción de personalidad.
-Yo lo hice hará unos dos años y desde entonces me encuentro mucho mejor. Sin preocupaciones, ¡Dónde va a parar!

La mujer de gafas de pasta se sintió reconfortada. La dependienta musitó algo y despareció por un instante. Cuando volvió parecía un poco afligida.

-El que nos queda es un poco desconsiderado, sin programa de amabilidad y bastante desagradecido. Puede que esto no sea lo que usted busca.
-Bueno, es lo que quiere la mayoría, ¿no? Tal vez sea lo que necesito yo también. Quizá así pueda dejar de sentir esta revoltura interna que me acompaña constantemente. A lo mejor debería probar unos cuantos por el estilo, hasta sentirme cómoda con ello y luego ya buscar por la calle uno parecido.
-Siento oír eso pero no soy más que una dependienta y poco puedo hacer por usted.

Un hombre con mono azul salió del almacén llevando una caja de casi dos metros consigo. La depositó en la sala y se fue como vino.

-¿Me lo pueden llevar a casa? Antes tengo que pasar por la peluquería.
-No hay problema.

La mujer tiró las gafas de pasta en la primera papelera que encontró. Ya había comprado un novio hecho y derecho, como los de sus amigas.

Además tenía quince días de prueba sin compromiso.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Robocop no usa pantalones

Robocop no usa pantalones.


Ni camiseta.


Ser de metal (con un poco de carne) puede ser frío, quizá algo incómodo, pero cuando se levanta de la cama sólo tiene que preocuparse de guardar la pistola en el muslo derecho y colocarse un casco que le cubra lo poco de humano que conserva. Esto elimina varios trámites, desde la meada mañanera (no, no tiene) hasta rebuscar en el armario un jersey que encaje con unos pantalones de cuadros.


Robocop va sonriente al trabajo. Los perros no pueden morderle las pantorrillas y los tenderos saludan con la mano, agradecidos por la seguridad que brinda al barrio. Pero Murphy en realidad sonríe porque es un tipo único, que va a la moda del año 3000. Único de verdad, es imposible que se cruce jamás con alguien que lleve su misma chaqueta, y eso es como mínimo reconfortante.


Él representa lo que todo moderno querría ser, cien por cien original. Pero Murphy es de una originalidad abrumadora, distinta a la originalidad de los videoclips, revistas de moda o tiendas trendy. Ellos son originales en manada, a Robocop le sueldan la ropa a medida.


Tampoco tiene que ir a la peluquería, lleva siempre casco. Aunque no lo hiciera es calvo. No piensa en si está de moda llevar melena o un peinado que se pegue a la frente. No tiene que estar fuerte ni ir al gimnasio, ya posee una fuerza hercúlea.


Vale, Murphy es víctima de un amor que jamás será correspondido pero eso significa que tiene corazón, no como el hombre de hojalata del mago de Oz. Sí, también conserva su memoria maltrecha, pero por lo demás no tiene queja.


Claro, sin conciencia de grupo, Murphy es libre. Puede leer a Emily Bronte y ver Predator a la vez sin que parezca incongruente, al fin y al cabo se parece más a un coche que a una persona. No tiene que ser fiel a una estética y puede ir a donde le apetezca sabiendo que no va a encajar en ningún sitio.


Ser cool para él carece de sentido, va por lo menos un siglo adelantado a su tiempo. Aunque tenga un trabajo bastante sacrificado (al fin y al cabo es inmune a las balas), nada le impide desarrollarse con total independencia de clichés, sin tener que ser original y parecido a la vez.


Robocop no puede parecerse a nadie. No piensa en ello.


Por eso Robocop sonríe camino al trabajo.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Pianista, versión poema

En el callejón
entre las cajas y las latas
con los guantes agujereados
se esconde el viejo pianista.

Expulsado por la puerta trasera
del club que vio su brillo
y su fracaso
escuchando música de las rendijas.

Se calienta con un cubo en llamas
sus dedos, antes delicados
ahora agarrotados y torcidos
viejas glorias.

Un día cantó a Sinatra
hoy canta a los gatos
con voz rasgada
carcomida y triste.

El pianista sueña partituras
entre sus cartones
y colchas roídas.

El esmoquin sucio
pide clemencia
y el pianista
se muere por un abrigo.

Carteles de actuaciones
en las paredes
del callejón,
su nuevo hogar.

El pianista espera
su resurgir
que un manager
rompa su botella de ron
y devuelva su piano.

La ciudad es demasiado rápida
para el viejo músico
fosilizado entre ladrillos
rojos y húmedos.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Fundido al negro

Compró el periódico y lo colocó bajo el brazo, casi a la altura del sobaco para tener ambas manos libres y guardar la vuelta en la cartera.


Fue lo último que hizo.


Un coche se saltó el semáforo y las monedas tintinearon sobre el estruendo del tráfico. Después todo negro, y silencio.


Dejó hecho un seguro de vida, todas las deudas pagadas y una vida a medio construir. Se dejó un beso en el tintero porque su mujer aquella mañana estaba dormida cuando se levantó, se dejó olvidada la última caricia porque pensaba sepultarla en un mar de ellas. Se dejó un te quiero bajo el quicio de la puerta que nadie oyó.


El ticket de la tintorería sujeto con un imán a la nevera, el cuadro torcido y la mesa que cojea quedaron huérfanas y desatendidas.


Se quedó sin decir adiós, sus últimas palabras fueron para el quiosquero. Se olvidó de lo que quedaba de vida, de su jubilación, de los domingos y de las ventanas empañadas.


Se quedó en un fundido al negro.

Jodido Dr Vilches

Dolor de cabeza, nauseas, desorientación… demasiado para mi. Un túnel de urgencias rodeado de caderas fracturadas, comas etílicos y gente amontonada en camillas a los lados del pasillo. El verde es un color relajante, eso dicen los psicólogos, pero el verde rodeado de gritos y descontrol se parece bien poco al bucólico paisaje que aprendemos a imaginar cuando cerramos los ojos.

Esperé más de dos horas sobre una silla de plástico mal afianzada a la base y que se mecía como un balancín al ritmo de las traqueteantes rodillas de la mujer sentada a mi lado.

El doctor que me atendió llevaba las gafas a mitad del puente de la nariz y levantaba constantemente el cuello para poder enfocarme. Qué fácil habría sido empujar con un dedo y colocarse bien los anteojos, pero el hombre prefería andar revirándose.

Me sentó sobre la camilla, descamisado y con algo de frío. El hombre me auscultò, palpando con fuerza bajo las costillas y obligándome a retorcerme. También me tomó la tensión, sólo con el ánimo libidinoso de recordarme que debo dejar la sal y el café.

Volvió tras su mesa y con un gesto de la mano entendí que era el momento de volver a vestirme y prepararme para escuchar alguna cosa que con seguridad no me haría la más mínima gracia.

Lo dijo sin rodeos.

Los médicos son expertos en decir las cosas sin rodeos.

- Señor Sauras, usted tiene una Maruja dentro.

Así de tranquilo, sin pestañear.

-¡¿Cómo?!
-Eso, como un Alien, gestándose dentro de su tórax. Se encuentra mal porque está en crecimiento y usted no deja que se expanda.
-Parece terrible
-Sí, podría serlo… de no haberlo diagnosticado a tiempo.

Una esperanza al final del camino. Ahí vamos.

El tipo volvió a tumbarme en la camilla. Explicar cosas tranquiliza a los médicos, están entrenados para ello. Me explicó exactamente donde estaba, me dijo: “toque exactamente aquí, donde tengo mi dedo. ¿Siente algo duro? Es un rulo” Llegado ese momento decidí dejar de esperar que las cosas tuvieran sentido. No quedaba más que seguir con la historia.

- Es algo que no había visto en mi carrera, un caso excepcionalmente peculiar. Ocurre cuando el sujeto constriñe la vital necesidad de inmiscuirse en vida ajena. Es algo así como cuando aguanta las ganas de orinar y termina explotando por dentro.
-Ajá…
-Llegado este punto tiene dos opciones, la vía quirúrgica y la homeopática. Puedo extirparle la Maruja sin demasiado peligro, en un par de días podría llevársela a su casa dentro de una probeta.
-Eso suena raro…
-Lo es. Por otro lado también puede empezar a prestar un poco de interés en lo que ocurre a su alrededor, cómo hacemos las personas normales. Mirar un poco por la ventana del vecino, echar un ojo al buzón de la que sube al ascensor, ese tipo de cosas. En un par de semanas se encontraría perfectamente.
-Pero es que a mi no me interesa
-¿Qué más da? Sólo es empezar, una pregunta aquí, otra allá, y en nada de tiempo olvidará sus reticencias. Es más le voy a recetar un par de telenovelas después del almuerzo. Ya verá como estimulan su interés.
-¿Y el tema de respetar la intimidad?
-Eso es una tontería, usted dice que no le interesa, pero aún así lleva a cabo sus indagaciones. Tiene narices que tenga que explicarle estas cosas.

Y así me dejó. Me quedaba una decisión, bien operar y olvidarme, bien dejarme llevar por la corriente y aceptar la triste realidad.

Ya ha pasado un mes desde la consulta y me encuentro perfectamente. Soy mucho más sabio además, se cosas que el resto del mundo desconoce. Pasear por el barrio tiene ahora un nuevo componente que antes no disfrutaba.

Me he comprado un perro, es una buena forma de obtener información en el parque.

jueves, 30 de octubre de 2008

Óxido

Sentada entre montañas de metal
Quemadas y herrumbrosas por un sol ácido
Mira un cielo sin nubes.

Inventa formas en los filos rocosos de la nada.
Imagina viento, incluso lluvia,
Historia antigua.

Fachadas desconchadas a su espalda,
Matojos rodantes, aceras vacías,
Suelos negros y pegajosos.

La niña no llora, no recuerda.
No hay herencia ni pasado
Sepultado bajo cúpulas hundidas.

Vallas caídas y dobladas,
Tristes
Sin nada que proteger.

Futuro rojizo y espeso,
Lento y fatigado
Marcado por arrugas profundas

domingo, 26 de octubre de 2008

Clarice, agrégame al Tuenti

“Clarice, el mundo es mas un lugar más bonito con usted en él” Hannibal Lecter lo debió decir porque Clarice Starling no tenía Tuenti, Hi5, My Space o Twitter. O al menos porque no fue capaz de encontrarla en ninguna red de las que pueblan Internet. De lo que estoy seguro es que un tipo tan listo como él la buscaría nada más que encontrara un ordenador con Internet. Hasta Lecter sabe que ahora cualquier hijo de vecino siente la imperante necesidad de darse a conocer de algún modo y que además la plataforma para hacerlo es gratuita y tan sencilla que la frontera tecnológica es inexistente.


De haber tenido Clarice un espacio, nuestro querido criminal podría haberse encontrado con fotografías en las que la bella agente del FBI posa ante un espejo de cuerpo entero en su cuarto de baño, con el papel higiénico y una caja de compresas como telón de fondo. Habría visto incluso algún contrapicado en el que exhibiese un generoso escote, con un montón de notas al pie casi ininteligibles en las que adulasen la mente prodigiosa que se esconde entre sus senos. Amén de fotografías de grupo con poses a lo Power Rangers con esa calidad añeja que proporcionan los 2 Megapíxeles de los teléfonos móviles.


Sin ninguna duda Lecter tras haber visto esto se hubiera comido su cerebro con patatas (el de Clarice o el suyo propio, a saber). Después de comprobar como Clarice se ha rendido a la más absoluta superficialidad de seguro la miraría con otros ojos, mucho más turbios.


Clarice, tan tímida y poquita cosa tendrá pocos amigos en la vida real, alguna compañera de la universidad, tal vez uno o dos compañeros de trabajo con los que beber cerveza tras un intenso día de investigaciones… pero poco más. De haberse hecho cuenta en Tuenti no podría acordarse de los nombres de todos sus ciberamigos, prestos a dejar comentarios que engrosen el ego virtual. Ya no estaría tan sola, todas las noches, antes de acostarse en su solitaria cama con fundas antiácaros, podría leer lo guapa y sexy que es. Eso no puede ser malo para el autoestima.


Claro que tiene su parte mala, entre los piropos no habrá ninguno referido a su extraordinaria inteligencia, nadie elogiará que haya sido la primera de su promoción, ni le recomendará un buen libro. Minucias, esas cosas no se valoran en la red, o al menos fuera de círculos muy específicos que no proporcionarán las toneladas de amigos prometidos. Incluso puede dejar de preocuparse por su cuidada ortografía, esa que le enseñaron desde el colegio y en la que tanto hincapié hicieron los estirados profesores de la academia del FBI.


La vida sería mucho más sencilla para la complicada Clarice. Quizá perdiese la admiración de Lecter, pero a fin de cuentas… hay pocos tipos como él.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Ol´ western Blues

Baila la carretera su vals de curvas siseantes,
en un escenario ocre y polvoriento
donde un coche deja su estela de humo.

Música de radio, añeja golpea al silencio,
de buitres y cactus,
de polvo e insectos.

Viajero solitario huye del destino.
Easy rider, con la calva al viento.
Sólo sol y día, noche sin estrellas,
estaciones de servicio macilentas,
vacio sin fronteras.

Ponte tus botas, Cowboy,
arréglate el sombrero.

Detente en la explanada del viejo pueblo desierto,
aguarda al destino, que sabe donde te escondes.
Rétale a un duelo
y muere en silencio