viernes, 30 de julio de 2010

Arena y fuego


El viejo Mercedes con el cartel de ocupado rueda a toda pastilla por las carreteras almerienses levantando una nube de polvo amarillo a su paso, como un asalto de caballería. El taxista, que se parece a Sancho Gracia, se aprieta contra el respaldo de cuentas de madera que ayuda a la circulación y mira fijamente la carretera, serpenteada y difuminada por el sol que emerge tras los riscos del horizonte. La radio crepita sin encontrar una sintonía que provea un sonido estable que apacigüe su temeraria forma de conducir.


Sonríe con un palillo colgando entre los dientes, y su expresión dibuja más arrugas de las que cabrían en diez caras.


Al otro lado del retrovisor, sobre el cuero pulido y blanquecino del asiento trasero se mira las rodillas una mujer. Parece asustada. Casi saltó al taxi en el apeadero mas inhóspito de una línea de tren olvidada. El taxista se siente John Wayne, el duque, el rescatador de damiselas en apuros. Con la sonrisa contraída y aquel bolso aferrado entre las manos tenía por narices que requerir la mano galante y quemada por el sol del taxista. Él y nadie más había arrancado como una exhalación al ver como ella cerraba con un golpe seco la puerta del taxi. Por fuerza tenía que estar en un aprieto.


El búfalo alemán cabalga a manos del hombre de la camisa abierta y los ojos vidriosos. Cuando arrancó de la estación creyó ver a un hombre blandiendo el puño y corriendo detrás del taxi. Por suerte tenía el monopolio del transporte en el pueblo. A saber la de gamberradas a las que habría sometido a la pobre mujer. Parece tan poquita cosa, agarrada al bolso, con esas manos tan delicadas, nacidas de brazos morenos y estilizados. El vestido rojo brilla y deja entrever mas de un mirada esquiva de avenida y más de dos pensamientos obscenos.


El salvador del palillo no habla, ella tampoco, sólo resiste la tentación de echar la vista atrás. Espera.


El silencio de voces, el crepitar de la radio, el grito ahogado del motor, el calor, el sudor en la frente del taxista y en el canalillo del vestido de la mujer (colándose en el vestido rojo). Un western samurai.


Él subido al cielo, ella contrita.


Pasan las millas, los olivares, el desierto.


Sólo oyó su voz una vez. Corra, dijo, siga por allí. No habló más, el taxista por algún motivo supo que no le correspondía decir nada. Así actuaba el duque.


La mujer prácticamente no se había movido desde entonces.


Vuelve a hablar, pare donde esa roca por favor. Su voz tiembla mucho menos. El taxista aminora, ¿aquí? aquí no hay nada. Aquello no entra en los planes del taxista, no tiene sentido. Sólo dice sí. Una afirmación categórica, dominante y pontente salida de unos labios color vino. El taxista no habla y se detiene. Esta vez calla por la fuerza aplastante de la voz de la mujer. Ya no es una mujercita asustada. Ahora es una femme fatale que sale del coche sin despedirse, sin mirar al taxista, sin preocuparse en pagar. El bolso cuelga con desparpajo de su manita.


Se aleja entre las rocas con paso firme, con sus tacones brillando reflejados por el sol, con sus pies perfectos y cuidados, con esos atentados a la lujuria que continúan por sus piernas, con la mirada atónita del taxista. Él ya no es John Wayne, es un chupatintas de novela negra.


Se aleja, empequeñecido y mudo. Un coche sale de entre las rocas y se pierde por una pista de tierra.


El taxista, cuando su radio encuentre alguna emisora oirá lo del robo al tren.


Y no podrá decir que un día fue un salvador con palillo.




domingo, 25 de julio de 2010

Porcelana y hielo





Había querido ser modelo.

O actriz.

Incluso había ahorrado para operarse la nariz y así parecerse a Claudia Schiffer. Una nariz respingona y perecta. Su abuela había sido alemana y ella era rubia natural. Un par de centímetros más de estatura y un poco más de tiempo y lo habría logrado. Su padre se enfadó muchísimo cuando ella dijo que iba a la capital a robar el corazón de los diseñadores con talento.

Había dejado de hablarle. Era tan joven.

Ahora pensaba que era una suerte, no sabría como contar su historia.

Tenía un apartamento pequeño que daba al canal y una bicicleta de segunda mano.

En la escuela de modelado no habían apostado por ella y la ciudad vibraba demasiado para su educación provinciana. Sin amigos, la meca de la libertad se convierte en un laberinto. Días, semanas y meses de soledad acompañada. La carcasa de porcelana a punto de quebrar y la bicicleta cada día un poco más oxidada. De haber insistido un poco más habría sido una buena modelo. Si hubiera esperado un poco más no habría podido interponerse ninguna frontera a su paso. Pero de nada servía pensar en ello.

Demasiado lista para no luchar y no lo suficiente para verse en perspectiva. Manos gordas y flacas perdidas en sábanas que imitan seda. Olores y más olores. Vino blanco en una copa rallada.

Ya se había perdonado. Al final no había sido tan dificil. Había aprendido una cosa, a ser indulgente y olvidar.

Olvidar todo lo que hiciese falta.

Había querido ser modelo.

Se había quedado en maniquí, enmarcada por tercipelo rojo e iluminada por un cartel de neón en la ciudad de la libertad.

lunes, 5 de abril de 2010

Palabras



Cartón
Cortado por tijeras
Camarote
Comido por polillas
Incesantes
Vientos del norte
Exóticos
Tigres de Bengala
Imposibles
Caminos a Lhasa
Tristes
Besos en la noche
Puerta
Cerrada con llave
Ventana
Con las persianas bajadas
Yonkis
En pozos negros
Sueños
Demasiado reales
Gimientes
Bellas durmientes
Absurdos
Giros del destino
Mirada
Perdida en el techo
Pudiente
Hormiga reina
Acre
Olor a sudor



Palabras
Sólo palabras
Vacías
Grises y escondidas
Silenciosas
Abstractas en el papel
Miedo
A perderse
Adiós
Palabras, adiós

martes, 23 de marzo de 2010

Poesía

















Se contentó con besos perdidos,
con pesos vacíos
y noches bajo techos
de metal y uralita.

Y pensó que era real
desde su caverna,
viendo sólo un reflejo.

Apostó por una libertad
viciada de humo y vidrio
sintética y sin paraiso.

lunes, 1 de marzo de 2010

Una pincelada de letras 2

Marc Chagall, El Paseo 1917



Le había prometido la luna.

Pero de verdad. Sin eufemismos.

Se la daría. Ya solucionaría los detalles.

Se la regalaría por el aniversario. Toda para ella.

Especialmente la cara oculta. Los selenitas serían sus súbditos.

No se encomendó a Dios o al Diablo. Todo se consigue con fuerza de voluntad.

Lanzó una soga y no la atrapó. Fabricó el mayor imán posible pero no era magnética y allí se quedó.

Pero si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma. La ilusión mueve montañas.

Con nueva perspectiva desafió la gravedad. Se llevó un picnic en una cesta.

Iban los dos preciosos, impolutos y ansiosos por transgredir la ley física.

Bebieron vino, y después de la siesta ella se sintió algo más ligera.

Saltaba cada vez más alto. La falda se meneaba sobre la brisa.

Él la sujetaba como un globo. La luna estaba más cerca.

A través de la felicidad de ella, él también fue liviano.

Saltaban los dos sobre la hierba. Sobre las nubes.

Suaves y esponjosos. Sonrientes.

Le había prometido la luna.

Se la regaló. Para los dos.

Para ella.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Una pincelada de letras 1


Edward Hopper (American, 1882-1967)
Morning in a City, 1944


En una ciudad de road movie, con calles anchas y desiertas, enmarcadas por edificios bajos de ladrillo y parquímetros plantados como áridos árboles de desierto. En una ciudad de costumbres, con una iglesia, una escuela y un ultramarinos. En una ciudad con borracho del pueblo y antigua estrella del deporte.

En un nombre perdido en un cartel estatal.

En la triste y pervertida habitación del único motel. En la cama de los amores furtivos secretamente comentados bajos nubes de polvo y obstinación. En un murmullo grisáceo y con olor a mostaza. Entre las sabanas sometidas por costumbres y errores.

Allí.

Allí se esconde la mujer de pelo naranja. Bajo el peso de la nostalgia reconoce la tristeza de Thelma y se enfada con Louise.

El sol calienta en septiembre y ella pasa del hervor al hielo mientras el sol se aleja cada vez más hacia el oeste.

A la sombra del desierto puede ver como los recuerdos persiguen incansables y no conocen la sed ni el hambre.

En una ciudad sin nombre, con un perro callejero y un coche extraño a la puerta del motel.

martes, 2 de febrero de 2010

Tu madre Doctor Vilches

Doctor 1


...sin embargo el caso de este sujeto es extremadamente peculiar y hasta ahora no hemos sido capaces de encontrar otro igual. Nos tiene fascinados. Incluso hay quien se pierde a propósito por los pasillos del hospital para echarle un vistazo. Su degeneración es espectacular.


Doctor 2


Perdone,ha olvidado explicarnos en que consiste su dolencia.


Doctor 1


Debería saberlo si ha leído mi libro. El paciente ha perdido el habla. Sin más. Sin causa medica ni psicológica identificable. Simplemente sus cuerdas vocales dejaron de funcionar. El paciente, al que a partir de ahora llamaremos por su seudónimo hospitalario Harpo, alude que no tiene nada que decir, y que por ello no puede hablar.


Doctor 3


¿Como puede aludir algo? Si ha dicho que no puede hablar.


Doctor 1


Pues por escrito hombre, por escrito. Otro que no se ha leído mi libro. Voy a terminar pidiendo que levante la mano quién SÍ lo haya leído, o al menos comprado. No miren el cuello de las camisas que les delata y mejor volvamos al caso antes que me sulfure.


Harpo no ha abandonado la expresión oral de forma voluntaria. Ha sido un proceso rápido pero gradual. Pasó de mantener eternos soliloquios a responder únicamente a las preguntas que se le formulaban, de ahí a contestar tan sólo con afirmaciones y negaciones monosilábicas terminado por caer en el más absoluto silencio. Nos ha relatado sus intentos por hablar y como eventualmente luchó contra el hastío de las conversaciones repetidas y vacías de contenido ante el que finalmente sucumbió.


Doctor 2


¿Y no se enfada cuando lo llama Harpo?


Doctor 1


Al principio sí, claro. Ahora ya sólo consigue mirarme con ligero desdén.


Doctor 2


A usted también se le da bien eso de mirar con desdén.


Doctor 1


Una impertinencia más... en fin. La situación es tan extrema que ahora el paciente incluso ha perdido la capacidad de escribir. Lo curioso es que ni psiquiatras ni otorrinos han conseguido detectar anomalías. Y sin embargo tampoco puede emitir gritos de dolor. Lo hemos probado.


Doctor 3


¿Y con música clásica?Creo haberlo visto en una película.


Doctor 1


Esto es la vida real, déjese de fantasías.