miércoles, 11 de noviembre de 2009

Y por fin el lobo se merendó a Caperucita

Demasiado tarde

¡Tarde, tarde, TARDE!

No era culpa suya, eso lo sabía. Se había limitado a mantener los ojos abiertos de forma completamente inocente, y sin previo aviso ¡Bam! Ahí estaba el detonante, ante sus ojos, en la pantalla. Nadie más lo vio, o al menos nadie se fijó o lo interpretó en el mismo sentido que Gloria. Al contrario, toda la habitación se mondó de risa con la ocurrencia y nadie interpretó el rostro gélido de la mujer como una expresión de horror.

Una cinta casera con marcas por haber sido grabada una y otra vez. Un vhs, un instrumento obsoleto y grande que venía desde tiempos analógicos a llevar la agonía a la frágil conciencia de Gloria.

En realidad, y visto sin pasión, no era para tanto, pero a ella le había abierto los ojos. Quizá era demasiado inocente para haberse dado cuenta antes. La grabación tendría apenas un año, todo el mundo en la oficina estaba prácticamente igual en la actualidad. Ella había llegado después y suponía el único cambio en la composición. También sobraba alguien, el anterior ocupante de su puesto. Hasta conservaban las plantas mustias de la esquina en el mismo estado.

Adoraba su lugar de trabajo, desde su llegada se había encontrado gente amable y trabajadora y jamás había oído un grito desairado en la sala. A ella siempre la habían tratado de forma protectora y afectiva.

Y de golpe aquella grabación de la cámara de seguridad escondida en uno de los cajones del archivador gris.

Inmediatamente se fijó en quien había ocupado su mesa. Al principio del video todos estaban trabajando en sus ordenadores sin apenas levantar la vista. El tipo tendría unos treinta años y un traje pasado de moda, gafas de pasta y una botella de agua mineral. Estaba quedándose calvo. La mesa estaba cubierta de papeles y aún así perfectamente ordenada.

Parecía un día cualquiera.

No quería irse de allí como lo había hecho el hombre del traje pasado de moda.

Era un buen trabajo. Había llamado a su madre para hablarle de los maravillosos compañeros con los que se había encontrado.

Sin embargo, debería haber esperado un poco más.

No necesitaba volver a ver la cinta para recordar cada uno de los detalles, y aún mas importante era la honda impresión que le había causado.

Que el hombre era frágil se veía ya observando la postura encorvada con la que se enfrentaba a la mesa de trabajo, como queriendo ocupar menos espacio, y con la ausencia total de elementos decorativos. Quizá tuviese una foto de familia guardada bajo llave en el cajón.

El ambiente de la oficina que había visto en el video estaba enrarecido por una tensión muda y expectante que se cernía como una ola sobre el pobre hombre. Una de sus compañeras de trabajo, la que había pasado a visitarla cuando se quedó en casa con gripe, se levantó de la silla a la señal del grupo que ocupaba las mesas de administración. De manos del encargado de comunicaciones recibió una máscara de látex que imitaba la cara del hombre lobo y una bocina como las que se llevan al fútbol. La imitadora femenina y sibilina de Paul Naschy avanzó entre las mesas. El pobre hombre, tan concentrado en sus papeles no se daba cuenta de los cuchicheos y risas ahogadas. Era el único que trabajaba, una hormiguita perdida en un picnic.

No tenía la menor idea.

Tan incauto, tan tranquilo con su calva incipiente viendo venir el desastre.

La chica llegó a colocarse a una distancia en la que una respiración profunda habría producido un respingo en los pelos del cuello del hombre. Se encogió un último momento, conteniendo la risa y accionó con todas sus fuerzas el muelle de la bocina.

Y se hizo el ruido, y el silencio, y de nuevo el ruido. Agudo y obsceno, casi de sacrificio. El hombrecillo agitó sus manos dedicortas pareciendo una feligresa en un concierto de gospel. Gritaba poseído por el pánico primigenio que sólo acecha donde uno se siente seguro. De pronto sus manitas buscaron la entrepierna y cubrir los estragos urinarios del acceso de pánico aunque demasiado tarde. Se había meado encima. Y estaba al borde de las lágrimas. Después se hizo la histeria generalizada. Risas agudas y mas obscenas que los chillidos del hombre. El tipo se encogió en si mismo y huyó como pudo a zancadas cortas y desacompasadas.

Cuando se cortó la cinta aún se estaban desternillando. Al otro lado de la pantalla todos reían.