lunes, 19 de enero de 2009

Ramón de hojalata

Subí las escaleras con la caja de cartón bajo el brazo, tratando de librar las esquinas traicioneras que me obligaban a maniobrar a cada paso. La estantería de Ikea, firmemente plegada y empaquetada sin embargo tenía un largo de casi dos metros, con lo que ni siquiera entró cruzada en el coche. Pasear lastrado por la ciudad de convirtió en mi entretenimiento de la mañana, sorteando semáforos, farolas y peatones indecentes sin sentido del espacio.

Ramón me esperaba en el descansillo, impaciente y agitado, con sus manos temblorosas y su escasa estatura encorvada y sometida a un leve bamboleo nervioso. Cuando lo vi desde mi posición de contrapicado me di cuenta por vez primera de su naturaleza y estado. Según mis cálculos por aquel entonces no debía ser tan mayor como aparentaba, rondaría los sesenta años, aunque muy mal llevados. No estaba especialmente arrugado, pero irradiaba un halo de fragilidad, con sus manos huesudas y venosas, su calva rala con cuatro pelos mal peinados y sus ojillos hundidos y llorosos. Aplaudió como solía hacer ante los acontecimientos felices de la vida y me hizo pasar sin casi saludar. La casa seguía siendo un desastre, con una fina capa de polvo que recubría absolutamente todo. La cama deshecha y el fregadero hasta arriba de platos sucios con restos de comida. Aún así subsistía en resignado silencio.

Se sentó en la sillita de mimbre de la cocina, con sus suelo de baldosas rotas y desiguales expectante ante la caja que traía conmigo. Me ofreció café aguado y un plato con un par de pastas un poco ajadas. Aquellas pastas. Las había comprado hacía dos semanas, la última vez que si hija había pasado a visitarle, para poder acompañar el café de un poco de clase. Me había llevado con él a comprarlas, las había seleccionado con cuidado en la mejor confitería de la zona y luego las había colocado con cuidado sobre el único plato sin muescas de la cocina. Su hija no las probó. Ya sólo quedaban dos. Siempre que pasaba por ahí, yo trataba de comer alguna y sonreír como si fuera el manjar más delicioso sobre la faz de la tierra.

La caja. No he hablado apenas sobre ella y es el quid de a historia. Llevaba una vitrina de cristal por la que Ramón imploraba desde hace años. Con los precios de Ikea no podía menos que darle el capricho. Ramón coleccionaba figuritas de plomo desde hacía más de treinta años como una hormiguita. Nunca había visto su colección pero hablaba de ella constantemente, esperaba poder exhibirla en cuanto tuviese una vitrina segura donde resguardar su obras más preciadas del polvo y la mugre que inundaban el mundo exterior. En las largas tardes de invierno me hablaba de ellas, permanentes testigos de una vida. Algún día las heredaría su hija y esperaba que llegado el momento tuviesen el valor suficiente como para servir de colchón en caso de crisis.

Monté la estantería en un momento gracias al sistema de ensamblaje seña de indentidad de la empresa. Siguiendo las indicaciones de Ramón la coloqué en una de las pocas esquinas libres de la salita para lo que tuve que apartar una pila de periódicos y revistas viejas que se desparramó por el suelo. Ramón era feliz de una forma que no había visto con anterioridad, había visto como sonreía muchas veces pero jamás había visto su mirada teñida de la ilusión que le embargaba en aquel momento. Desapareció como un ratón, a toda velocidad y oí como subía hasta el desván y volvía a bajar con un par de cajas de zapatos un poco aplastadas y algo roídas por la humedad. Las abrió ceremoniosamente sobre la mesa de centro y retiró las hojas de periódico amarillentas con cuidado, doblándolas y dejándolas a un lado. Por fin iba a poder ver las figuritas de Ramón, sus pequeños y preciados recuerdos. Bajo las primeras capas de papel se escondían a su vez enrolladas en más periódico como muñecas rusas. Las sacó una a una, con cariño, con amor, con verdadera devoción mientras los recuerdos manaban en su interior y las lágrimas prácticamente se escurrían entre sus gafas de concha. A sus ojos eran obras maestras que merecían cuidados quirúrgicos, pero nada más verlas expuestas en hilera sobre la mesa me di cuenta de la realidad, las figuritas, que en realidad de plomo no tenían nada, carecían del más mínimo valor estético, económico o histórico. De latón y mal pintadas respondían más al adjetivo de viejas que al de antiguas pero Ramón las veía con otros ojos. En algún momento, a base de no verlas y de no enseñarlas había creado una imagen propia e irreal de los horribles muñequitos de latón otorgándoles un valor del que ciertamente carecían y abrazándolos como hijos pródigos que jamás le abandonarían. No sólo eran feas, además eran pocas y una vez colocadas sobre la vitrina proporcionaban un aspecto desangelado y desalentador. La estantería en sí misma ya chocaba con el ambiente de la sala, macilento y polvoriento, sola en su posición de modernidad y completamente exógena al mundo que la rodeaba. De cualquier manera, Ramón embobado permaneció largos minutos en silencio ante las figuritas, pulcramente alineadas ocupando el espacio de la forma más homogénea posible. Soldados de latón perdidos en un desierto de cristal.

En su mundo era feliz, sonreía, señalaba e incluso parecía más erguido de lo normal. Cuando salí de allí no sabía que pensar, había algo, un trasfondo que me turbaba sin saber de donde llegaban las tortas.

Volví una semana después, con una figurita de plomo. Una de verdad, comprada en un anticuario y que me costó un buen dinero. Un soldado de los tercios de Flandes fielmente recreado y consecuencia de un fino trabajo de artesanía. Esperaba de verdad que Ramón apreciase mi regalo.

Abrazó el regalo con cariño, lo colocó en un lugar de lujo a la altura de los ojos y destacó el color brillante y la cara de satisfacción de la figurita. Entre dos soldados romanos con el rostro borrado por el óxido parecía majestuosa y desvirtuaba el entorno. Me cogió de las manos y sonrió enseñando sus dientes pequeños de roedor. Fue feliz por segunda vez en dos semanas.

Estoy seguro que ni supo ni se planteó jamás el valor económico de la figurita.

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