domingo, 25 de enero de 2009

El naúfrago, el coco, el perro y Domingo

El naufrago pasea su piel tostada por la playa dejando vagar sus pensamientos solitarios al ritmo de las olas, que mecen la orilla con suavidad hipnótica en esta época del año. Su púdico taparrabos se menea en la brisa marina. Lleva su confinamiento con la relajación que proporciona saber que el día y siguiente, y el otro, serán iguales a los últimos cinco años. Claro que ahora vive con mucha más comodidad en su forzado retiro ya que con el tiempo ha construido una buena chabola de juncos en un bonito claro de la selva resguardado del viento. También ha resuelto su problemas alimenticios con un ingenioso sistema de pesca. Ahora, un poco arrugado por el sol, con la melena y la barba enredadas por la sal marina ha aprendido a no pensar en el tiempo, en las horas, en la gente, en la vida. Es mucho más feliz, preocupándose únicamente por el cambio de estaciones.

Claro que no siempre ha sido así. Cuando su barco naufragó en algún punto de Oceanía y tuvo la suerte de ser el único superviviente humano, encontró en la playa un perro, arrastrado por la corriente como el, y pronto se hicieron buenos amigos. Un Basset Hound, tan británico y estirado como él, completamente inútil a la hora de cazar, que arrastraba su barriga por la arena dejando una estela a su paso. Su relación fue idílica los seis primeros meses, en los que ambos trataban de sobrevivir a base de raíces y demás frutos, con el consecuente desorden intestinal. Amenazado por la hambruna, el naufrago fue enfriando su relación con el perro, hasta un punto sin retorno. La ley del más fuerte. Terminó comiéndose a su primer compañero.

Al segundo año, la soledad amenazaba con volverse locura. Los soliloquios excitados comenzaban a volverse violentos, y las luchas intestinas prometían un cisma interior difícil de resolver. Según la tradición naufraga amparada bajo la Union Jack, optó por seleccionar un coco bien grande, tallarle ojos y boca y terminar colocándole nariz y mini taparrabos. Aquello mejoró el ambiente en la isla. Los diálogos silenciosos amainaban los temporales interiores que se producían a la hora de la caída del sol. El coco no comía, ni requería más cuidado que recolocar la nariz de vez en cuando. Sus opiniones, siempre fundadas, chocaban con las del naufrago. No en vano respondía a sus caprichos y contradicciones interiores. Discutían en torno al fuego sobre la vida y la muerte, sobre el destino de su mujer, falsa viuda en Londres y sobre literatura clásica. El naufrago terminó, por desgracia, volcando su parte más controvertida en el coco, que se hacía mas insoportable e incisivo día a día, siempre con una respuesta desagradable pugnando por salir de su boca tallada con esmero. Acabó harto de verse tal como era, dormía con un ojo abierto, desconfiado y constantemente irritado con el coco, y por ende consigo mismo.

Terminó tirándolo al oleaje, que se lo llevó flotando como una pequeña cáscara de nuez en una bañera. Quién sabe si el coco logró volver a tierra civilizada.

Al cuarto año sucedió algo significativo, un indígena, expulsado de su tribu en una isla más o menos remota, se vio obligado a vivir su exilio en la tierra del naufrago. En la soledad pronto se hicieron amigos. El naufrago inició a Domingo en la cultura europea y trató de hacerle ver las bondades de la recatada vida protestante. El indígena por su parte dedicó sus esfuerzos a cosas más prácticas, como diferenciar los frutos venenosos de los comestibles, pescar y cazar pequeños roedores, en fin, cosas de la supervivencia. Sin embargo, el naufrago pretendía recrear su pequeño mundo civilizado en aquel risco paradisíaco. Domingo aprendió inglés, disfrutó de la hora del te, e incluso se buscó un taparrabos. El problema vino impuesto por la naturaleza evangelizadora de la Corona y las costumbres libertinas de Domingo. El isleño se adaptó como pudo a la vida civilizada en la selva pero el naufrago no consiguió adaptarse a las suyas. Y mucho menos a sus libidinosas costumbres sexuales. Terminaron separándose.

Ahora pasea solo por la arena. Vive en el retiro y los diálogos internos se ven relegados a pequeños momentos en los que no es capaz de controlarse, pero se superan con eternas caminatas y reparaciones constantes en la choza, que ya parece un palacio.

Cuando la luz suave desparece en el horizonte y la arena se torna rojiza y brillante, las antorchas forman una estampa mística y silenciosa. El naufrago cena con sus cubiertos tallados en madera y se deja caer viendo el techo de hojas de palmera. A veces, justo antes de dormirse, deja caer una lagrima inconsciente (y por lo tanto sincera) por el coco, el perro y el indígena, perdidos en el mar, después de llevarse con ellos parte del naufrago, dejándolo tan solo que incluso está incompleto en si mismo.

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