jueves, 2 de junio de 2011

Ajedrez

La luz impregna la estancia sin provenir de ningún lugar concreto. La cafetería sólo tiene una mesa, colocada en el centro exacto de la estancia cuadrada. Una mesa redonda, pequeña, de metal forjado y con una losa de frío mármol negro. Sobre ella hay dos tazas de café, blancas y humeantes, enfrentadas cómo dos únicas piezas de una complicada partida de ajedrez. Se miran, se tientan, y por fin, esperan cautelosas.

También hay dos sillas, forjadas siguiendo el patrón de la pata central de la mesa. Una mujer cruza sus piernas de marfil bajo un vestido de gasa ocre. Sus delicadas manos reposan sobre los cantos de la mesa. El hombre, de traje y chaleco azul, se atusa el pelo rubio y enmarañado mientras aguarda con una tétrica sonrisa. El sonido se apaga en una conversación muda, que sólo alcanzan a escuchar nuestros dos personajes. Se agitan en un baile lento de labios que modulan el aire. Lanzan sus apuestas con miradas directas y con parpadeos amargos. Ella apenas gesticula, mantiene la espalda recta y deja que sus muslos asomen impúdicos entre los pliegues de la falda. Él, por su parte, hincha el pecho hasta que los botones del chaleco se encuentran con el tope del ojal. Tienta un papel en el bolsillo interior de su chaqueta, pero al final decide dejarlo dentro. Ha sacrificado a su reina. Su sonrisa se tuerce. Ella enseña los dientes sin abrir la boca. Él se reclina en la silla. Mira por primera vez al techo y observa que no hay lámparas ni ventanas. Suspira. Se levanta. Se va.

Ella sujeta su taza de café por el asa y golpea con ella la que ha abandonado él y ya no humea. La taza se vuelca, y el chirrido de la porcelana contra el mármol rompe el silencio por vez primera. El poso de café se derrama sinuoso y lento.

2 comentarios:

Peca dijo...

Buena sorpresa esta mañana al ver que habías escrito. Me encantó esta entrada, escribes re bonito.

Ricardo Solo dijo...

Muchas gracias :)