miércoles, 8 de junio de 2011

Ars



El arte es inmortal. Y si no lo es, tiene un desarrollado instinto de supervivencia. El cuadro de mi abuelo da fe de ello. En la pared de un pasillo que sólo conduce al trastero, iluminado de forma indirecta por la poca luz que se cuela por una puerta esquiva, espera al visitante la única obra pictórica producida por mi abuelo. Es un bodegón, seguramente copiado de algún manual de pintura, ya que estoy seguro que en la casa de juventud de mi abuelo no había guayabas. La técnica es pobre, y con el paso de los años los colores han perdido intensidad, hasta formar una mancha que oscila en gradientes de verde y ocre, afectando gravemente a la apreciación de mi madre daltónica. Las frutas, posadas sobre un plato, ocupan el centro del lienzo y un fondo violáceo simula una cortina. Lo pintó antes de nacer mi madre, probablemente poco tiempo después de casarse.

Mi abuelo vivió hasta casi la centena, con una salud de hierro y un ánimo tibio. Fue funcionario de correos hasta que la jubilación le sorprendió con el envenenado regalo del tiempo libre. En aquel momento no se preocupó por recuperar una afición, que por lo visto nunca llegó a arraigar, y prefirió pasear meditabundo por su antigua ruta de reparto. El mustio bodegón subsistía sobre el retrete. Nunca hablaba del cuadro, y el cuadro por su parte no contaba nada, sin embargo, hoy es el único resquicio de la existencia del abuelo Jonás. Aunque parezca increíble, después de una vida completa sólo quedaba un cuadro vejado en un rincón oscuro. Jonás había trabajado, se había casado, y había tenido descendencia. Había cumplido el ciclo completo de la vida. Sin aficiones, intereses o ánimos capitalistas, su ajuar se había limitado a unos pares de pantalones de franela y varias camisas, que se regalaron a beneficencia tras su muerte. Nunca había pedido ni dado consejos. Y el pragmatismo no es una gran herencia. Una vida entera dedicada al servicio postal y a la familia, sin altibajos ni ambiciones. Sin hito alguno, sin embargo puede descansar en paz, el cuadro nos sobrevivirá a todos.

Cuando nací el cuadro ya estaba en mi casa, quiero decir en casa de mis padres, tras la puerta del cuarto de invitados. Mi madre no recuerda en que momento llegó allí, de la misma forma que yo no recuerdo como acabó en mi pasillo; y mis hijos, por mucho que lo nieguen, lo verán misteriosamente absorbido por sus hogares. Un cuadro es como un jarrón con cenizas, se puede mover de un lugar a otro, cambiar de habitación, colocar en un armario cada vez más alto o en una habitación peor iluminada, pero no se puede destruir. Nadie tira un cuadro a la basura por el temor a sentirse una especie de asesino insensible, y por extensión un zopenco. Así todos los hogares albergan espantos inmortales que esperan revivir con autonomía gracias al paso del tiempo. Se cuenta que el retrato de Dorian Gray, aún se esconde bajo una escalera de un chalet adosado de Gales. El retrato de un viejo macilento y putrefacto asusta a los niños de la casa en las lluviosas noches inglesas.

Vagan como fantasmas, cubriendo grietas y tapando agujeros, anhelantes de amor contemplativo.

Son cuadros huérfanos.

1 comentario:

Ezra Winston dijo...

Un hermoso escrito. Una pena no poder ver la obra que, -aunque pobre técnicamente, degradada por el tiempo, supongo, por malos materiales- será el resultado del amor. Aunque sea de un momento de amor.