...en definitiva, de eso es de lo que
hablo, Hastings. No puede haber una imagen más descriptiva que la
del vaso de agua en una terraza al sol. A eso se reduce todo, a un
vaso de agua. Mírate a ti mismo, en la cocina de tu casa, eligiendo
el vaso más grande que encuentres en los estantes. Ese que te
regalaron en un supermercado para hacer batidos. Casi medio litro,
una maravilla. Abres el grifo y esperas que el agua salga lo más
fría posible, como si sirviese de algo. Parece una tontería, pero
piensas que todos los factores contribuyen.
Llenas el vaso hasta el borde,
aprovechando que las leyes de la física te permiten que el agua
sobresalga de los límites del cristal formando un óvalo muy suave,
casi imperceptible. Caminas hasta la terraza, respirando
profundamente a cada paso para mantener el equilibrio y evitas chocar
con el escalón de la puerta corredera de cristal. Durante un segundo
tienes la tentación de colocar el vaso a la sombra, entre dos
plantas de albahaca. Al final, te avergüenza hacer trampas y lo
dejas sobre la balaustrada, sufriendo desde lo alto la inclemencia
del sol.
Después vuelves a entrar en casa e
intentas olvidarte del asunto pero, claro, es imposible. No aguantas
más de una hora sin salir a mirar el vaso, que sigue rebosando. Tus
células grises, que no saben nada, de misericordia, te recuerdan
que, aunque todavía no sea perceptible, ya ha comenzado el proceso.
Quizá tardes más en darte cuenta de
lo que puedas pensar de antemano. Lo más probable es que te
sorprendas, mi querido Hastings. Aunque supieras que no podría ser
de otro modo. En algún momento dado saldrás a mirar el vaso y
sentirás que antes estabas ciego. Dos dedos de líquido se han
evaporado. Enteros. Parece imposible que no hayas visto el proceso,
que no hayas sabido verlo hasta que falta suficiente agua como para
regar un cactus. A partir de entonces, y no quiero ser pesado,
seguirás viendo cómo el agua se esfuma en tramos, imparable.
Mirarás el sol con ojos desafiantes y terminarás implorando la
llegada de las nubes. Pero el verano se acerca y contra las
estaciones no hay nada que puedas hacer. Cuanto más abracen los
atardeceres, más te lamentarás. ¿Por qué has sacado el vaso? ¿Por
qué no lo has dejado al abrigo de la albahaca, recibiendo alguna que
otra gota de rocío?
Y el proceso sigue. Medio vaso, un
tercio, una cuarta parte. Y no va a llover, ya lo dijo el hombre del
tiempo. Es tarde hasta para volver atrás y fingir que no ha ocurrido
nada. Sólo puedes sentarte y mirar, sentir como el sudor que se
enreda en tus cejas tiene mucho que ver con lo que estás viendo.
La última gota desaparecerá en cuanto
gires la cabeza o parpadees fuerte porque tienes los ojos secos.
Cuando vuelvas a mirar tendrás un vaso vacío. O eso creerás al
principio, porque no lo estará del todo. Se ha evaporado el agua
pero la cal, la mugre, los minerales, y todos esos aditivos de los
que no quieres oír hablar, se habrán quedado pegados al vidrio. Tan
pegados que cuando limpies el vaso con un estropajo de metal, sólo
conseguirás arrancarle el brillo y dejarlo mellado para siempre,
desconchado entre los demás vasos, que esperan no tener que ser los
próximos.
Esto es lo que creo que ha pasado,
Hastings. Estoy seguro de haberte convencido porque no consigues
encender el mechero. Eso es lo que le ha ocurrido a Mr. Green y por
eso es el culpable de...
1 comentario:
Siempre vuelvo por aquí con las ganas de que se haya usted dejado llevar por la inspiración. Hoy me he encontrado con la sorpresa, pero ¿cómo me hace esto? Espero la continuación de este relato y no lo digo en tono amenazador, más bien de súplica.
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