-Yo no le veo el sentido.
-Pues yo sí lo entiendo. Es muy interesante.
Las dos personas tienen los brazos cruzados para que el frio no se cuele por las mangas. Miran fijamente a lo que tienen delante. Están tan concentrados que no oyen el ruido de los coches. Ambos piensan detenidamente en lo que están viendo, ponderando todas y cada una de las implicaciones; amasando los pensamientos con la calma de una abuela.
-A mi sólo me parece grotesco.
-Y para eso está. Él entiende que lo grotesco habla más de nosotros que lo bello. Observa cómo nadie más es capaz de apreciar esta obra como lo estamos haciendo nosotros.
-Habla por ti.
-Te equivocas, desde que estamos aquí no has mirado a otro lado. Ni siquiera habrías hablado si yo no te hubiese interpelado directamente. Por incómodo que te parezca, de algún modo entiendes al artista.
Dan pequeños pasos, a un lado y al otro. Se agachan y se colocan de puntillas. Les gustaría tocarlo pero no lo hacen. Sospechan, pero es tan absurdo que no puede ser.
-Yo creo que deberían quitarlo.
-Siempre es de agradecer que los ayuntamientos se preocupen porque haya arte en las calles.
-Te digo que no es bonito de ver.
-¡Qué más da!
-A mi me importa. Vámonos.
-Bueno, pero déjame sacarle una foto primero. Quiero buscarlo luego en internet.
La cámara del teléfono chispea antes de volver a perderse en el bolsillo. Las dos personas se marchan caminando meditabundas.
Una mujer se acerca. Mira. Se horroriza. Grita.
-¡Manolo! ¡Hay un muerto en la acera!
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