Cuando terminan los títulos de crédito, con las luces de sala encendidas, la historia emite su último y crepitante estertor. Sin embargo, tras la cortina, en el espacio infinito que separa la pantalla de la pared, sobreviven los instantes no filmados.
Y subsisten con historias más verdaderas, rodadas sin la opresiva obsesión del agrado ajeno, sin preocuparse de tiempos muertos y ritmos, y sin la esperanza de un final definido.
En un viejo cine de pueblo, perdido en lo más profundo de la américa profunda, aún late una historia inacabada, tan antigua que sus personajes se han separado de los actores, recuperando su tridimensionalidad ideal.
Si aún quedase alguna cámara grabando, enfocaría los nítidos charcos de agua que brillan en medio de la noche, y la rueda del taxi deteniéndose sobre uno de ellos. Pero sin director de fotografía, los charcos no brillan, y la noche no logra contrastes, tiñendo la escena de insípido gris. Sí hay un taxi, con taxista y pasajero, pero sin equipaje.
El hombre se apea y se estira bajo la gabardina. Le duele la cabeza. La noche ha sido larga y no ha podido dormir en el viaje. Está muy lejos de la ciudad y siente como la suciedad se incrusta bajo las uñas. El taxista vuelve a casa con una sustanciosa suma de dinero. El hombre ve el desierto al final de la calle y tiene los cordones desatados.
En los pueblos, los horarios son distintos, y la oscuridad asusta a la vida tanto que ésta se recluye en duros camastros sin dosel. El hombre reconoce el silencio como una señal lúgubre y callejea hasta encontrar un farolillo encendido sobre una puerta entornada.
Tugurio es a veces una palabra más generosa que acertada, y el hombre no se siente generoso ni literal. Las paredes combinan las manchas de humedad con las rasgaduras del papel, y el suelo no merece ser escupido. El camarero ignora al hombre, que sólo consigue una taza de café frío y aguado. Se sienta al fondo, en una mesa que parece de terraza y tiene una silla aparentemente estable. Dos hombres beben cerveza apostados en el mostrador y una trompeta suena lastimosa. Hay café y alcohol a media luz, el local parece destinado a quienes se hayan perdido en los territorios limítrofes entre la vida y la muerte. Un lugar parecido podría haber sido remotamente posible en la ciudad, con sus millones de habitantes, y sus retorcidos “ways of life”, pero en un pueblo perdido resultaba grotesco. La decadencia americana ya se había extendido extramuros, inundando pequeños y aislados asentamientos de integrismo. El hombre percibe como la realidad se trastueca.
Una mujer aparece trastabillando, se apoya en el arco de la puerta de los servicios y deja que su mirada vagabundee por la sala, con los ojos entornados y rojizos. Quizá estuviera escondida entre las lagunas del local, o llevase escondida en el retrete desde hacía horas, el hombre no la había visto y nadie había entrado tras él. Sus miradas se cruzan, la de ella punzante, la de él, lamentando el instante. Con unos pasos que retumban en un ritmo tan anárquico como enloquecedor, se sienta al otro lado de la mesa del hombre, cruzando las piernas en un gesto demasiado forzado. Sus muslos son blancos y delgados, y las medias muestran pliegues tras las rodillas.
Tiene la voz pastosa y habla con la desgana de quien ha repetido demasiadas veces la misma conversación.
-¿Cómo te llamas, querido?
-Roy
-¿Qué más?
-Roy Doe
-No me gusta tu apellido, así que te llamaré símplemente Roy, cariño.
-Me parece bien, aunque creo que también me sobra el nombre.
La mujer no sabe que contestar y se contenta con una sonrisa que intenta ser pícara y se queda en atrevida.
-Yo me llamo Lana, y tú eres el único hombre de este bar que no me ha invitado a una copa. Deberías arreglarlo- No hace falta arreglar nada, en unos segundo toma una bebida transparente sin hielo-
El silencio es incómodo porque se materializa ante ambos, pese a la férrea resistencia de Lana. Es rubia natural y tiene las uñas pintadas de negro. Sus labios apenas se mueven al hablar y su vestido es una súplica de seda.
-¿Qué buscas?
-A una mujer.
-Eso es lo que buscan todos. Tú has tenido suerte, aunque no lo creas tienes una delante, y por lo que parece, ella también ha tenido suerte.
-Busco a una en concreto.
-Por casualidad no se llamará Lana, ¿no?
-Lo siento.
Lana bebe un trago apurando la copa y siente el pliegue del bucle.
-Siempre buscando, siempre mirando hacia delante-su voz se rasga un poco más- ¿por qué siempre un paso más? No podrías imaginar la cantidad de hombres como tú, Roy, que se han sentando en esa misma silla, bebiendo café, y creyendo que siempre hay una solución al otro lado de la montaña. Crees que avanzas y caminas en círculos.
-Lo sé, pero, ¿qué otra cosa puedo hacer?
-Claro, no vas a detenerte con una metáfora como yo, si puedes gestar tu propia tragedia griega. Mira mi pecho, ¿no te excita?
-Eres una mujer preciosa, pero yo tengo un camino.
-No existen los caminos, al menos no como los concibes. No hay océano al otro lado, sólo hay una curva. Puedes creerme, sé de lo que hablo. Te estoy haciendo un favor.
Su mano toca la rodilla de Roy, que se estremece. No se separa, no hay amenaza, sólo súplica. La mano intenta transmitir un conocimiento que la voz se niega procesar. Lana ve presente, pasado y futuro, como Cassandra.
No hay nadie más en el local. De hecho no hay local, sólo una mancha oscura, un círculo de conversación contenida por el cansancio y la intensidad.
-Debo buscarla. Tengo una fotografía, por si puedes ayudarme. No se a qué nombre responderá ahora.
-No puedo ayudarte. No debo, y no lo voy a hacer. Salvo que consideres como una ayuda lo que hasta ahora te he dicho. ¿No me vas a besar?
-No puedo.
-Venga, dame un respiro.
-Conoces las reglas- Lana chasquea la lengua- pero no olvidaré la curva de tu nariz.
-Debo irme. Pronto los granjeros saldrán a ver cuanto ha crecido el maíz.
Lana se levanta, y desaparece en la distancia.
Roy no es capaz de distinguir el momento concreto en que deja de verla.
La puerta del local se abre y un rayo de luz de la mañana asusta a los clientes.
Un octogenario regenta la pensión, una casa adosada pintada de celeste y rosa palo. Está encorvado y habla con una cadencia suave y lastimera. Tiene una habitación libre y las tarifas son económicas. Roy no lo duda, debe seguir su búsqueda, pero las rodillas no responden y la cabeza da tumbos. Las arrugas de la camisa molestan bajo la chaqueta.
Hay una incesante actividad en el edificio. El olor a huevos fritos y salchichas emerge del comedor, y personas con el pelo mojado por la ducha, y los trajes recién planchados bajan al trote las escaleras, suspirando al encontrarse con la fuerte luminosidad matutina. Hay varias maletas apiladas en una esquina de la recepción, todas ellas de piel y desgastadas por el uso. Roy no sabe cuanto tiempo pasará en el pueblo, pero necesita una muda limpia que le permita sentirse vivo. El octogenario le indica la dirección de la única tienda de ropa abierta, y Roy toma nota, quizá allí también pueda preguntar por Gloria. Aprovecha el recuerdo de Gloria para hurgar en su bolsillo hasta encontrar una fotografía desgastada de una mujer de perfil. Tiene el cabello negro y ondulado, la piel blanca y la mirada fija en un punto alejado del encuadre. El octogenario no la reconoce, pero no suele salir de la pensión, así que no sirve de referencia.
La habitación es pequeña pero tiene una ventana enorme y un colchón mullido. Hay una silla, una mesa de escritorio y un armario demasiado grande para una pensión de paso. Roy deja la chaqueta sobre el respaldo de la silla y los zapatos sobre el radiador de la pared. No logra correr las cortinas y al tumbarse sobre la cama y cerrar los ojos, piensa que está intentando echar una siesta en la playa. Se duerme con la corbata puesta, y sueña con habitaciones sin ventanas y mujeres crípticas de ojos enrojecidos.
Se despierte con el run run de una aspìradora. Deja la chaqueta en la habitación y se enrolla las mangas de la camisa.
En la boutique hay ropa para todo tipo de público, mezclada con una ausencia total de interés. Roy sólo quiere una muda limpia, un traje discreto que ponerse mientras deja lavando el que lleva puesto. Se está empezando a sentir un vagabundo. El dependiente se presenta, se llama Benjamin y trata de estrechar la mano de Roy.
Le ofrece camisas de cuadros y pantalones marrones de pinzas, sin preocuparse de la apariencia urbana de Roy, que a su vez, ve con horror la ropa de leñador. Mirando a través del escaparate, se da perfecta cuenta de su imagen extempórea y no se atreve a decidir si le agrada o le enerva.
Benjamin habla con demasiada confianza.
-¿No tiene algo más formal?
-Sólo tengo un par de trajes, para misas y entierros, todos negros.
Negros y pasados de moda
-¿Y alguna camisa blanca?
-Ésta, pero le vendrá grande.
-Me llevo la camisa de cuadros y los pantalones verdes.
-También necesitará unas botas, no va a seguir con esos zapatos de bailarín, ¿no?
Roy se conforma con agitar la mano.
Después de pagar, deja la fotografía sobre el mostrador. Benjamin la mira y entorna los ojos, se da la vuelta y se pierde en la trastienda. Oye un portazo. Pasado el estupor, Roy sale de la tienda.
Con la nueva indumentaria sólo se distingue de los lugareños en el peinado y la forma de andar. Sigue siendo un extraño, pero ya no le miran fíjamente desde las terrazas. Camina más cómodo, la ropa no raspa la piel, e inconscientemente aminora la marcha.
Respira hondo, y por primera vez percibe el olor del campo. También huele magdalenas.
La fotografía se difumina entre las manos de Roy. Aunque se encuentre geográficamente más cerca de Gloria, no puede evitar sentir el distanciamiento al que se ve irremediablemente conducido.
Recuerda el dolor apagado y subcutáneo, el alcohol, la tímida lucha interna, y los motivos que le han llevado a recorrer medio país en taxi. Espera evitar que siga mutando en una imagen aislada y ajena.
Tiene menos ganas de buscar y más de sentarse y empaparse de entorno. Quiere disfrutar de pensar en el mañana y revivir recuerdos de la infancia. Quiere un helado.
Una mujer pasea un perro pequeño, que corre tras las ardillas encontrándose siempre con el tope de la correa. La mujer lleva un vestido de flores por debajo de las rodillas y el pelo recogido. Su cuerpo es de una tosquedad especialmente humana. Se sienta al lado de Roy con pesadez. No le mira.
Roy se sorprende a sí mismo preguntando por la raza del perro, es un baset hound mestizo. Nunca se había fijado en el mundo animal. Y le resulta entretenido ver la caótica actividad del perro. La mujer habla con voz chillona y ritmo constante. Roy escucha con atención. Por fin él también habla. Habla por primera vez en años. Utiliza palabras como bonito o triste, palabras que suenan a óxido al salir de su boca. Utiliza partes del cerebro que tenía abotargadas. Recuerda pasajes de su infancia, y es capaz de verbalizarlos sin el menor esfuerzo, y atendiendo a detalles que sólo pueden haber pervivido en un sueño profundo.
Se desabrocha el último botón de la camisa.
La mujer pierde el hilo de la conversación cuando ve la fotografía en el regazo de Roy.
-¿Qué hace usted con eso?
-Es una mujer, la estoy buscando.
-Ya sé que es una mujer. Y no debería andar por ahí diciendo que busca a esa furcia.
-No la llame así.
-La llamo por su nombre. Es la nueva furcia del Señor McIlroy. Creo que se llama Estela.
-Se llama Gloria, al menos una vez contestó a ese nombre.
-¿Donde vive ese hombre?
-No debería ir allí. Es peligroso, tiene los ojos de hielo. Esa mujer no se merece que la busque.
-Eso no lo decide usted. Ni yo. Ya viene decidido de arriba.
-Es la casa que ve allí, a lo lejos, sobre la colina, pero no vaya.
-Ya me ha oído. No hay elección. Ésto está escrito.
Roy se levanta y echa a andar sin mirar a la mujer, que ahora busca al perro entre los matorrales.
Un golpe en la nuca. Un palo o un bate. Un callejón. Roy se desploma. Dos hombres. Una patada en pecho. Una amenaza. Roy muerde un tobillo. Eficiencia. Sabor a sangre. Vete. No vuelvas. Olvida. Un percutor. Un disparo al suelo, cerca de la cara. Otra patada. Varias más.
Negrura.
Una palmada en la cara y Roy abre los ojos. Una pareja joven le mira desde el cielo, están asustados.
-¿Está bien?
Roy tose. Le ayudan a incorporarse. Por suerte le vieron entre los cubos de basura. Por suerte se detuvieron. Le dan a beber agua, recuerda los golpes y está desorientado. Se levanta con dificultad. La chica está impresionada, pero es joven y su energía se eleva por encima del miedo.
-Tengo que ir a la casa de la colina.
-Tiene que ir a un hospital.
-¡No!
La pareja no entiende, o cree no entender, pero se suman a los acontecimientos y ayudan a Roy. Lo llevan como un par de muletas, caminando despacio, entre los murmullos de dolor. Él les habla de Gloria, o Estela, pero habla. Eso les tranquiliza.
Les cuenta la calma, la tempestad, el color de su pelo, su sombra, sus piernas bajo la mesa, cómo se inclinaba con disimulo para poder verlas.
Escupe sangre pero parece más sano.
Ya no hacen de muletas, pero le flanquean y ayudan a cada paso.
Les habla de sus esperanzas de encontrarla, de la distancia enorme que separa sus sueños de sus expectativas, de lo conscientemente idealizado de su figura. Del escote de su camisa.
El camino es complicado y no hay carretera. La tierra está suelta, y la casa no parece acercarse.
No hay un paso en falso.
No hay perdón.
No hay redención.
La verja de entrada por fin se acerca. Roy siente un vigor renovado y un miedo jurásico.
La pareja espera a la puerta.
Ahora saben cuál es su misión.
Las cortinas se agitan y la puerta principal está abierta. Todo es de mármol y pan de oro, brilla demasiado. Un olor levanta las suspicacias de Roy. Un instinto animal y urbano se despierta.
La adrenalina supera al dolor. Recorre estancias vacías, una tras otra. Gloria sabía saltar al vacío. Hay demasiadas cosas que no sabe de ella. Muchas de ellas terribles, algunas fantásticas. Hay una media sobre la cama. Ella ha estado en la habitación. No hay duda, es el lugar indicado.
Una casa tan grande debería tener servicio, pero no hay nadie, y la puerta abierta insinúa demasiado. Empieza a saber.
En el dormitorio principal encuentra lo que no busca.
Hay sangre en el suelo y en el colchón. Un hombre gordo y de espalda peluda espera inerte la llegada de Roy. Está desnudo y parece una morsa. Las sabanas de seda se apretujan bajo su peso. Hay un cuchillo en el suelo. Hay una ventana cerrada. Todos los cajones están abiertos.
El hombre tiene la cara amoratada y mira a un lado. Probablemente pensaba que lo que iba a recibir por detrás no era una puñalada.
Roy había sido el único a favor de Gloria. No había querido perderla. No podía perderla. Se había equivocado, pero no importaba.
Gloria es una asesina.
No es lo mismo saberlo que darse cuenta.
Roy no piensa en el crimen, piensa en Gloria tumbada bajo el hombre gordo y peludo.
Necesita respirar.
¿Dónde estará Gloria?
El garaje está vacío. Se ha ido.
¡Hostias!
Rebusca en los armarios, en los cajones, entre la ropa. Lo hace compulsiva y mecánicamente.
En una papelera obtiene respuesta.
Una carta para Gloria (Estela), despedaza. Una vez reconstruido, el sobre muestra una dirección de remite y un nombre.
Louis Melville, Malibú.
No siempre hay una cortina que se cierre al final de la proyección; y si la hay, esta vuelve a abrirse irremediablemente al día siguiente.
Así es imposible, salvo para el espectador que vuelve a su casa, reconocer un final. Y sin éste, las líneas se vuelven circunferencias.
Y los finales, principios.
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