miércoles, 15 de julio de 2009

Corre conejo (sin cabeza)

Ahí está, sentado en un banco del parque con las piernas arqueadas y la mirada perdida entre los arbustos sin decir ni mu. Con el ruido de los coches en la calle de al lado, con los ladridos de los perros, los aleteos de las palomas, las voces de los niños que juegan a fútbol, el grito de una madre que ve a su hijo encaramado al columpio... y él sigue callado, perdido en la orquesta diaria de una ciudad.


Como si jamás hubiera roto un plato.


Ahora está ayudando a cruzar la calle a una anciana que camina con dos bastones y está tan encorvada que parece una L inversa. El sólo sonríe y saluda con la mano antes de desparecer entre la multitud.


Su madre cree tener al mejor hijo del mundo.


En una cafetería escucha paciente y sin interrumpir los problemas de una amiga, afectada de mal de amores. Siempre le confía sus secretos, sabe escuchar y poca gente lo hace en la actualidad. El alarga la mano hasta aferrar la de su amiga, sin buscar aprovechar la intimidad, sólo transmitiendo el cariño de un amigo, un compañero.


Ella agradece cada día tener un amigo así.


Pero algo ocurre de golpe, mientras camina por una conocida calle comercial, un coche abre la ventanilla y alguien con la cabeza asomada grita:


-¡Cabrón! ¡Así te corten la lengua!


Y luego sigue su camino.


Le pasó algo parecido ayer en la cola del supermercado, y el otro día en clase en la universidad. No lo entiende. Es bueno, se preocupa por sus amigos, por los desconocidos, por los animales, no alimenta la discusiones... y aún así un variopinto sector de anónimos personajes de la calle se caga en todos sus muertos a gritos en cualquier situación. Y nadie se lo explica.


Pero hay algo detrás. Algo que sus amigos no cuentan por conmiseración, porque no pueden echar nada en cara a alguien que daría la vida por ellos, algo que no parece tan terrible. Y sin embargo lo es. Él es el instigador, el terrible disidente del silencio. El terror de la atención. Él es el que cuando se apagan las luces del cine se ríe a mandíbula batiente incluso en los dramas más penosos. El que comenta al resto de la sala el argumento de la película. El que no come palomitas, las tritura, y cuela las piernas entre los asientos delanteros. Él te obliga a comprarte un DVD, a ir a las sesiones menos concurridas, a morderte los nudillos cuando lo que deseas es levantarte y hacerle comer la chaqueta.


Y aún así, te sonreirá cuando vuestras miradas se crucen.

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