miércoles, 12 de noviembre de 2008

Un cronómetro entre ceja y ceja

Esta es la historia de un reino perdido.

Como tantos otros.

Como en todos los reinos perdidos (o no) hubo un rey, como en la gran mayoría hubo también un príncipe. Únicamente en los reinos más prósperos contaban con una hechicera en la corte. Este era un reino afortunado, con rey, hechicera y príncipe. Y no sólo eso, el príncipe estaba enamorado de la mayor belleza de los alrededores, con sus hombros perfectamente redondeados y su sonrisa eterna; con las manos más delicadas y suaves de todo el reino.

Si esto no fuera suficiente, el príncipe era a su vez correspondido.

Así el sol de la felicidad parecía brillar incluso en las noches más oscuras del reino.

Los reinos ancestrales ya se sostenían en una férrea burocracia que mantenía tanto al rey como al príncipe ocupados hasta largas horas de la noche firmando indultos, sentencias, actas de impuestos. De vez en cuando incluso firmaban la paz y la guerra.

Los trámites y misiones diplomáticas mantenían eternamente alejado al príncipe de su amada, lo que terminó por sumir a ambos en una lenta, triste y eterna espera. Disfrutaban los instantes juntos de una manera que no puede ser referida en un simple e inocente cuento, pero tambien sufrían los periodos de espera de una forma innombrable.

Eran sin embargo afortunados e inteligentes, pues contaban con la inestimable ayuda de la hechicera, y la astucía necesaria como para encontrar una solución adecuada.

Mediante un complicado embrujo, la vieja mujer consiguió algo sin precedentes, controlar el paso del tiempo. Las noches se detenían para la pareja, que disfrutaba de su mutua compañía sin la amenaza de la salida del sol. Los largos periodos de batallas y reinado activo se solivantaban en minutos. El príncipe conseguía mantener una buena y eficiente gestión de su reino convirtiéndo las eternas jornadas en minutos. Como era además realmente feliz, su trabajo era cada día mejor. Además cuando se unía a su princesa, el tiempo bajaba de ritmo pudiendo disfrutar de cada caricia y gesto con la pureza y calma que se merecían.

Bajo estas circunstancias ambos vivieron sus mejores días.

Pero en los cuentos de príncipes y princesas, la dicha jamás es eterna, ya sea por las crueles circunstancias o por inconsciente temeridad de los personajes.

La bruja estaba en secreto enamorada del príncipe, que aunque probablemente conocedor de sus sentimientos la trataba con desdén. Pese a lo que diga la historia las brujas y hechiceras solían ser buenas y fieles a los monarcas, sobre todos a los que no tenían como cruzada personal quemarlas en la hoguera. La mujer obviando sus propios sentimientos siguió proporcionando sus hechizos a la pareja, que terminó por volverse egoista y caprichosa.

Cada uno jugaba con el tiempo en su favor, y sin más consideración que su propio beneficio. El poder adquirido ya no era la forma de conservar un amor puro, sino la única manera posible de evitar el trabajo. Dispusieron de la eternidad para jugar con ella y la malgastaron. Seguían con sus largas noches de intimidad, pero a su vez empezaron a perder el tiempo sin más objetivo que holgazanear.

La bruja, más que por celos, corroida por ver como desperdiciaban un poder tan grande montó en cólera. Ella amaba al príncipe, y de haber compartido con él la eternidad, habría aprovechado cada instante detenido en conocerle y disfrutar de su compañía y amor. La princesa le era igualmente simpática. En realidad con su caracter sencillo y afable era simpática para propios y extraños.

No quería castigarles, por motivos obvios relacionados con las represalias monárquicas, y porque aunque fuera bruja era enormemente sensible al amor.

Tras meditar la solución, que pasaba obligatoriamente por retirarles el don del control de tiempo, llegó a una conclusión que constituía más una lección que un castigo.

Ambos serían conscientes del paso del tiempo, tanto estando juntos como separados. Sabrían en todo momento, como si tuvieran siempre un reloj delante. Verían como el tiempo pasa como un rayo estando unidos, y como las horas se alargaban cansinas cuando se encontraran separados.

El castigo no parecía tal, pues todos conocemos como transcurre el tiempo.

Saberlo siempre, estar constantemente relacionando la vida con el tiempo, ser consciente de que un minuto no siempre dura lo mismo, es algo a lo que no estamos acostumbrados.

Los príncipes, ahora marcados constantemente por el tiempo restante para encontrarse, y amotinanos frente al que les quedara juntos, aprendieron por fin la lección.

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