Hace frío porque ya está avanzado el otoño pero la noche es clara y las estrellas brillan aisladas en el cielo. Nosotros estamos en un callejón del centro de la ciudad ocupando la habitual posición de narrador omnisciente.
Un barril oxidado de metal a modo de chimenea es la única iluminación artificial del lugar, también hay una bombilla en la puerta trasera del club pero lleva meses fundida y hasta ahora nadie se ha preocupado de cambiarla. Arrimado al calor del barril está el viejo pianista que se frota las manos enguantadas.
Sus dedos, fueron los más ágiles de la ciudad y ahora están temblorosos y llenos de pecas, incapaces de abrochar los botones del esmoquin con soltura. Sus manos retorcidas, las que un día fueron sustento y gracia, son las que lo han relegado a su situación actual. Al menos es lo que el viejo pianista piensa siempre que mira sus rígidos dedos con horror. Olvida la bebida y el desorden, las noches eternas de droga y jazz, los corazones rotos y las puñaladas por la espalda, prefiere culpar al malvado destino.
La caída es rápida cuando uno está embadurnado de mugre y hay demasiada gente dispuesta a dar un empujoncito. El viejo pianista recibió el castigo que otros consiguen obviar.
Tiene una caseta de cartón al fondo del callejón empapelada de carteles de actuaciones y fotografías amarillentas. En una de ellas aparece junto a Sinatra, con el que llegó a tocar en su visita a la ciudad. Son el único recuerdo de una gloria perdida, olvidada por todos. Llegó a estar cerca del cielo, pero no tanto como para quedar en la memoria colectiva. Ese fue su error y se lamenta todas las mañanas grises en las que ve salir a los últimos clientes del club.
Ha decidido vivir en el callejón al que da la puerta trasera del local en el que solía trabajar. Espera inocentemente que un día el mundo recobre su rumbo y vuelva a sentarse detrás del piano negro de cola, del que arrancaba los mayores aplausos. Mientras espera bebe sorbos cortos de su botella de ron. Le ayuda a mantenerse tranquilo mientras llega su momento.
De vez en cuando la puerta se abre y ecos de canciones conocidas reverberan en el callejón. En esos momentos el pianista no puede evitar que una lágrima melancólica en clave de sol recorra los surcos resecos de su cara. La realidad entonces golpea con su puño de asfalto y el pianista sabe que no va a volver, que su esmoquin no recuperará el brillo ni sus manos la brillantez de antaño, entonces vuelve a su botella de ron y bebe tragos más largos y profundos.
Dentro, en un pasillo hay una foto suya, pero nunca llegará a verla.